No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (1)

La Venus de las Pieles (1)

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Me encontraba en amable compañía.
Venus estaba frente a mí, sentada ante una gran chimenea Renacimiento. Esta
Venus no era una mujer galante de las que —como Cleopatra— combatieron bajo ese
nombre al sexo enemigo. No; era la diosa del amor en persona.
Recostada en una butaca, removía el fuego chispeante que enrojecía la palidez de su
rostro y los menudos pies, que acercaba a la llama de vez en cuando.
A pesar de su mirada de estatua, tenía una cabeza admirable, que era cuanto yo veía
de ella. Su divino cuerpo marmóreo le cubría un gran abrigo de pieles, en el cual se
envolvía como una gata friolera.
—No comprendo, señora —dije—. En realidad no hace frío; hace ya dos semanas
que llevamos una encantadora primavera. Estará usted nerviosa, sin duda.
—Buena está la dichosa primavera —contestó con voz opaca, estornudando después
de una manera deliciosa—. No puedo apenas sostenerme y comienzo a comprender...
—¿Qué, gracia mía?
—Comienzo a creer en lo inverosímil y a comprender lo incomprensible.
Comprendo ahora la virtud de los alemanes y su filosofía, y no me asombra que ustedes, en
el Norte, no sepan amar, sin que parezcan dudar siquiera de lo que es el amor.
—Permitidme, señora —repliqué con viveza—. Nunca le he dado a usted ningún
motivo.
La divina criatura estornudó por tercera vez y levantó los hombros con una gracia
inimitable. Luego dijo:
—Por esto soy siempre graciosa para usted y hasta le busco de tiempo en tiempo,
aunque me enfríe cada vez, a pesar de todas mis pieles. ¿Te acuerdas aún de nuestro primer
encuentro?
—¿Podré olvidarle? Teníais espesos bucles pardos, ojos negros, boca de coral... Os
reconocí en los rasgos de la cara y en la palidez de mármol. Llevabais siempre una
chaqueta de terciopelo azul violeta guarnecida de piel de ardilla.
—Sí; ¡qué encaprichado estabas con aquel vestido y cuan dócil eras!
—Vos me enseñasteis lo que es el amor, y el culto divino que os consagraba me
transportaba dos mil años atrás.
—¿Y no te guardé fidelidad sin ejemplo? —Ahora se trata de eso.
—¡Ingrato!
—No quiero hacer ningún reproche. Habéis sido una mujer divina, pero siempre
mujer, y en amor, cruel como todas.
—Es que tú llamas cruel —replicó con viveza la diosa de amor— lo que constituye
precisamente el elemento de la voluptuosidad, el amor puro, la naturaleza misma de la
mujer de entregarse a lo que ama y de amar lo que le place.
—¿Qué puede haber más cruel para quien ama que la infidelidad del ser amado?
—¡Ay! —contestó—. Somos fieles en tanto que amamos; pero vosotros exigís que
la mujer sea fiel sin amor, que se entregue sin goce. ¿Dónde está ahora la crueldad, en el
hombre o en la mujer? Las gentes del Norte concedéis demasiada importancia y seriedad al
amor. Habláis de deberes donde no hay otra cosa que placer.
—Sí, señora. Tenemos sobre ese punto sentimientos respetables y recomendables, y,
además, sólidas razones.
—Y siempre la curiosidad, eternamente despierta y eternamente insaciada, de las
desnudeces del paganismo; pero el amor, que es la mayor alegría, la pureza divina misma,
eso no les conviene a ustedes los modernos, hijos de la reflexión. Les sienta mal. En cuanto
se hacen ustedes naturales, se ponen groseros. La naturaleza les parece una cosa hostil y
hacen de nosotras, rientes genios de los dioses griegos, de mí misma, un demonio. Podéis
desterrarme, maldecirme, hasta inmolarme al pie de mi altar en un acceso báquico; pero
alguno de vosotros habrá tenido el valor de besar mis labios purpurinos. Vaya, por esto,
peregrino a Roma, descalzo, con cilicio, esperando que su bastón florezca, mientras que a
mis pies surgen a cada instante rosas, mirtos y violetas que no dan su perfume para ustedes.
Quedaos en vuestras nieblas hiperbóreas, entre vuestro incienso cristiano, y dejadnos
reposar bajo la lava, no nos desenterréis, no. Pompeya, nuestras villas, nuestros baños,
nuestro templo, no se hicieron para ustedes. ¡Ni siquiera necesitáis dioses! ¡Nos helamos en
vuestro mundo!
La hermosa dama de mármol tosió y levantó sobre sus hombros la oscura piel de
cebellina.
—Gracias por su lección clásica, contesté—; pero no me negaréis que, así en
vuestro mundo lleno de sol como en nuestro brumoso país, el hombre y la mujer son
enemigos por naturaleza, con los cuales el amor hace durante cierto tiempo un solo y
mismo ser, capaz de un?, misma concepción, de una misma sensación, de una misma
voluntad, para desunirlos luego más, y que —y esto lo sabéis vos mejor que yo— el que no
sepa sojuzgar al uno será pronto pisoteado por el otro.
—Y lo que usted sabe mejor que yo —contestó doña Venus con arrogante tono de
desprecio— es que el hombre está bajo los pies de la mujer.
—Seguramente, y de aquí no me haga ninguna ilusión.
—Lo que quiere decir que sois siempre mi esclavo sin ilusión, por lo cual no tendré
yo misericordia.
—¡Señora!
—¿No me conocéis aún? Sí, soy cruel; ya que tanto te gusta esa palabra. ¿Pero no
tengo derecho para serlo? El hombre es el que solicita, la mujer es lo solicitado. Esta es su
ventaja única, pero decisiva. La naturaleza la entrega al hombre por la pasión que le inspira,
y la mujer que no hace del hombre su súbdito, su esclavo, ¿qué digo?, su juguete, y que no
le traiciona riendo, es una loca.
—¡Buenos principios, hermosa señora! —repliqué indignado.
—Descansan sobre diez siglos de experiencia —dijo ella en tono burlón, mientras
en la sombría piel jugaban sus dedos blancos—. Cuanto más fácilmente se entrega la mujer,
más frío e imperioso es el hombre. Pero cuanto más cruel e infiel le es, cuanto más juega de
una manera criminal, cuanta menos piedad le demuestra, más excita sus deseos, más la ama
y la desea. Siempre ha sido así, desde la bella Helena y Dalila, hasta las dos Catalinas y
Lola Montes.
—No puedo dejar de convenir —contesté— que nada puede excitar más que la
imagen de una déspota bella, voluptuosa y cruel, arrogante favorita, despiadada por
capricho.
—Y que además lleve pieles —añadió la diosa.
—¿Por qué recordáis eso?
—Conozco tus gustos.
—¿Sabe usted que desde que no nos vemos se ha hecho usted una magnífica
coqueta?
—¿Queréis decirme por qué?
—Porque no puede haber más deliciosa locura que la de envolver vuestro delicado
cuerpo en una piel tan sombría.
La diosa sonrió.
—Usted sueña —exclamó—. ¡Despiértese! —con su mano de mármol me cogió por
el brazo—. ¡Despierte! —volvió a murmurar rudamente.
Levanté los ojos con pena. Vi la mano que me tocaba, pero la mano era de color de
bronce y la voz, áspera, de bebedor de aguardiente, era la de mi antiguo cosaco, que con
toda su talla de cerca de seis pies se levantaba ante mí.
—Levántese usted —seguía diciendo el buen hombre—. Es una verdadera
vergüenza.
—¿El qué?
—Dormirse vestido con un libro al lado —apagó las bujías casi consumidas y
recogió el volumen caído—, con un libro —consultó la cubierta— de Hegel. Además, es
hora de ir a casa de don Severino, que nos espera para el té.
—¡Extraño sueño! —dijo Severino cuando acabé—. Descansó el brazo sobre mi
rodilla mientras contemplaba sus hermosas manos de delicadas venas y se abismó en una
meditación profunda.
Yo sabía que desde hacía mucho no se podía mover, que apenas tenía alientos,
habiendo llegado al punto de que su conducta no tenía nada de raro para mí, porque al cabo
de tres años mantenía con él relaciones de buena amistad y me había acostumbrado a todas
sus originalidades. Nadie podía negar que era extraño, loco casi peligroso, pasando como
tal, no sólo entre sus amigos, sino en todo el círculo de Colomea. Para mí, su existencia no
sólo era interesante, sino hasta simpática, lo que hacía que yo también pasara para algunos
por algo loco.
Siendo un señor de la Galitzia, propietario, joven, pues apenas pasaba de treinta
años, daba pruebas de una singular sobriedad de vida, de cierta severidad y hasta de cierta
pedantería. Vivía con una minuciosidad exagerada según un sistema medio filosófico,
medio práctico, regular como un reloj, como el termómetro, el barómetro, el anemómetro,
el higrómetro, según los preceptos de Hipócrates, Hufeland, Platón, Kant, Knigge y Lord
Chesterfield, con lo cual tenía a veces violentos accesos de ímpetu, en medio de los cuales
intentaba romperse la cabeza contra el muro si alguien no lo evitara.
Sumido en su mutismo, el fuego crepitaba en el hogar, cantaba el grande y
venerable samovar, crujía la butaca ancestral en que yo me balanceaba fumando, cantaba el
grillo en los viejos muros y yo dejaba caer mis miradas en el extraño mobiliario: esqueletos
de animales, pájaros disecados, escayolas y vaciados amontonados en su despacho, cuando
de repente atrajo mi vista un cuadro que había visto con frecuencia, pero que precisamente
hoy me produjo un efecto indecible a la luz rojiza del fuego de la chimenea.
Era una pintura al óleo, tratada con la habilidad y potencia de colorido de la escuela
belga. Su asunto era muy curioso.
Una hermosa mujer con una risa radiante que la alumbraba el rostro, de opulenta
cabellera trenzada en nudos antiguos, en la cual el polvo blanco aparecía como una
escarcha ligera, descansaba la cabeza sobre el brazo izquierdo, desnuda entre una oscura
pelliza. Su mano derecha jugaba con una fusta, y su pie, desnudo, reposaba descuidado
sobre un hombre, tendido ante ella como un esclavo o un perro; y este hombre, de rasgos
acentuados, pero de buen dibujo, en los que se leía una profunda tristeza y una devoción
apasionada, alzaba hacia ella los ojos de un mártir, exaltado y ardiente. El hombre, taburete
vivo bajo los pies de la mujer, no era otro que Severino, pero sin barba, con lo que parecía
tener diez años menos.
—¡La Venus de las pieles! —exclamé, señalando el cuadro—. Tal como la vi en
sueños.
—Yo también —replicó Severino—. Sólo que yo soñé con los ojos abiertos.
—¿Cómo es eso?
—¡Ay! Es una triste historia.
—Tu cuadro ha dado asunto a mi sueño —continué—. Pero dime de una vez lo que
significa; quizá ha desempeñado en tu vida un papel capital. En cuanto a los detalles, los
aguardo de ti.
—Examina bien la pareja —replicó mi extraño amigo sin atender a mi pregunta.
La pareja representaba una admirable copia de la Venus del Espejo, del Tiziano, en
la galería del Hermitage de San Petersburgo.
—¿Adonde vas a parar?
Severino se levantó y señaló con el dedo la piel en que Tiziano envuelve a su diosa
de amor.
—Mira también la Venus de las pieles —dijo con una fina sonrisa—. No creo que el
viejo veneciano posara jamás la vista sobre el original. Hizo sencillamente el retrato de una
Mesalina de rango, y tuvo la galantería de hacer que el Amor sostuviera el espejo en que
examina sus encantos majestuosos con un placer indiferente, tarea que parece ser muy
penosa para el niño. Más tarde, un inteligente cualquiera de la época rococó, bautizó a la
dama con el nombre de Venus, y la piel en que Tiziano envolvió el lindo modelo, más por
temor a un constipado que por pudor, se convirtió en símbolo de la tiranía y crueldad que
ocultan a la mujer y su belleza. Sea lo que quiera del cuadro, se revela ante nosotros como
la más picante sátira de nuestro amor; en nuestro Norte abstracto, en este mundo cristiano
helado, Venus tiene que envolverse en una buena pelliza si no quiere resfriarse.
Severino se echó a reír y encendió otro cigarro.
Entre tanto la puerta se abrió, y una rubita encantadora, de ojos despiertos y
simpáticos, vestida de seda negra, entró, trayendo fiambres y huevos para el desayuno.
Severino tomó uno y le partió con el cuchillo.
—¿No te tengo dicho que los quiero poco cocidos? —exclamó con tal violencia que
hizo temblar a la joven.
—Pero querido Sewtschu —dijo ella con timidez.
—¿Qué Sewtschu? Lo que tienes que hacer es obedecer, obedecer—. Y descolgó el
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kantschuck que pendía entre las armas.
La linda figura huyó como una corza, tímida y ligera.
—Espera un poco y te cojo todavía.
—Pero Severino —dije posando mi mano sobre su brazo—, ¿cómo puedes tratar así
a una mujer tan encantadora?
—Examina un poco a la mujer —replicó guiñando finamente los ojos—. Si la
hubiese acariciado, me estrangularía; pero como la he educado con el látigo, me adora.
—¡Absurdo!
—Exacto. Así es como hay que educar a las mujeres.
—¡Muy bien! Vive como un pacha en tu harén, pero no me hagas teorías sobre...
—¿Por qué no? —exclamó con viveza—. Las palabras de Goethe, «deberás ser
yunque o martillo», no tienen mejor aplicación que a las relaciones entre hombre y mujer.
Doña Venus te lo dijo también incidentalmente en sueños. En la pasión del hombre reposa
el poder de la mujer, y ésta sabrá aprovecharse de su ventaja si aquél no se pone en guardia.
Sólo queda escoger: tirano, o esclavo. Apenas se abandone, tendrá la cabeza bajo el yugo y
sentirá el látigo.
—¡Singulares máximas!
—No son máximas, sino resultados de la experiencia —añadió bajando la cabeza—.
Yo fui seriamente maltratado y curé. ¿Quieres saber cómo?
Se levantó y tomó de un mueble macizo un pequeño manuscrito, que colocó en la
mesa ante mí.
—Acabas de pedirme que te explicara el cuadro. Te debo hace tiempo esa
explicación. Lee esto.
Severino fue a sentarse cerca del fuego, dándome la espalda, y pareció soñar con los
ojos enteramente abiertos. Reinaba nuevamente el silencio en la habitación, el fuego
chisporroteaba en el hogar, el samovar y el grillo de los viejos muros cantaban. Abrí el
manuscrito y leí:
Confesiones de un ultra-sentimental
Al frente del manuscrito, unos célebres versos del Fausto servían de epígrafe:
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Látigo largo de mango corto.
¡Oh, tú, sensual seductor ultra-sentimental! Una
mujer te lleva por la punta de la nariz.
Mefistófeles.
Volví la hoja y leí:
«He sacado lo que sigue de mi diario de entonces, porque es imposible volver sobre
lo pasado de una manera imparcial; así es que todas estas páginas poseen la frescura de
color de antaño, el sabor de la actualidad.»
Gogol, el Moliere ruso, dice en algún lugar: «La verdadera musa cómica es aquella
cuyas lágrimas corren bajo la máscara.»
¡Palabras admirables!
Mi estado de alma es así de extraño mientras escribo estas páginas. El aire me
parece lleno de un olor de flores penetrante, que me aturde y hace que me duela la cabeza;
el humo de la chimenea oscila, y sus espirales se redondean formando gnomos de barba gris
que me señalan con el dedo burlándose, amorcillos mofletudos que cabalgan sobre el
respaldo de mi silla y mis rodillas, que me hacen reír en tanto escribo mis aventuras. Y eso
que no escribo con tinta ordinaria, sino con la sangre escarlata que destila mi corazón,
porque todas las llagas, hace tiempo cicatrizadas, se han vuelto a abrir, y mi corazón palpita
y sufre, y acá y allá una lágrima cae sobre el papel.
Los días pasan muy lentos en los bajos Cárpatos. No se ve a nadie, ni nadie lo ve a
uno. Difícil sería escribir un idilio. Me proponía organizar aquí una galería de cuadros, un
teatro con repertorio nuevo para toda una estación, conciertos virtuosos, dúos, tríos; pero —
¿dónde voy a parar?— apenas he llegado a preparar la tela, a encerar el pavimento, a
disponer el papel de música, porque, ¡ay!, ¿lo diré? —no tengo, amigo Severino, falsa
vergüenza de mentir a nadie, pero no consigue uno engañarse a sí mismo—; no soy, casi,
otra cosa que un dilettante en pintura, en poesía, en música y otros pretendidos
conocimientos inútiles que proporcionan a los maestros el sueldo de un ministro, ¿qué digo
ministros?, pequeños potentados. Pero, ante todo, soy un dilettante en amor.
Hasta ahora he amado lo mismo que he pintado y he hecho versos, lo que quiere
decir que no pasé nunca de la impresión, el plan, el primer acto, la primera estrofa. Hay
hombres que emprenden una cosa y no la acaban nunca; yo soy de ésos.
¿Pero quién está cantando ahora?
Veamos.
Salgo a mi ventana y encuentro el nido en que me desespero, enteramente poético.
¡Qué vista la de las cimas azules tejidas de oro solar de las montañas, a través de las cuales,
como bandas de plata, ruedan los torrentes; y qué claro azul es el cielo, hacia el que se
levantan las crestas nevadas; qué verdes y frescas las laderas, los prados en que pacen los
rebaños; cómo amarillean más abajo los trigos, entre los cuales se inclinan y se enderezan
las figuras de los segadores!
La casa donde vivo está situada en un parque de placer: un bosque, o un desierto,
como quiera llamársele; tanto es de solitario.
Vivimos por junto en ella: yo, una viuda de Lemberg, la señora Tartakuska, una
ancianita que de día en día envejece y se encoge, un perro viejo y un gato joven que juega
constantemente con un ovillo, de propiedad, me figuro, de la guapa viuda.
La viuda es aún verdaderamente bella, joven todavía —lo más, veinticinco años— y
muy rica. Vive en el primer piso; yo vivo en el bajo. Sus verdes persianas siempre están
caídas y tiene un balcón adornado de plantas trepadoras; pero yo también tengo mi íntimo
nido, en el cual leo, escribo, pinto y canto, como un pájaro en las ramas. Desde él veo el
balcón donde, de cuando en cuando, aparece un traje blanco entre las verdes y poéticas
mallas de las plantas. En verdad, la bella que vive por encima de mí me interesa muy poco,
porque estoy perdido por otra, desesperadamente perdido, más que el caballero Eggenpurg,
más que des Grieux en Manon Lescaut. Mi bien amada es una piedra.
En el jardín, en el estrecho retiro solitario hay una riente praderita en que pace
tranquila una pareja de corzos domesticados. En esta pradera hay una estatua de Venus, en
piedra, cuyo original me parece que se encuentra en Florencia. La tal Venus es la más
hermosa mujer que he visto en mi vida.
No quiere esto decir mucho, puesto que he visto pocas mujeres y menos que sean
guapas. Además, en amor soy todavía un dilettante que no ha pasado nunca de los
preliminares del primer acto.
Dejemos, pues, el superlativo; como si lo que es bello pudiera ser excedido.
La Venus es hermosa y la quiero tan apasionadamente, tan dolorosamente, tan
profunda, tan locamente, como se puede amar a una mujer; y ella responde a este amor con
una sonrisa eternamente semejante, eternamente tranquila, una sonrisa de piedra. En una
palabra: la adoro.
A veces, cuando el sol lanza sus cálidos dardos sobre los bosquecillos, me tiendo a
la sombra de una copuda haya, y leo. A menudo, visito de noche a mi fría y cruel bien
amada, me arrodillo ante ella, apoyada la cara sobre la fría piedra en que descansan sus
pies, y la dirijo plegarias.
El espectáculo es inexpresable cuando la luna —que ahora está llena— sale
transparentándose entre los árboles. La pradera se inunda de reflejos argentados, y la diosa
parece irradiar la luz dulcísima.
Una vez, al volver a mi cuarto, a través de una de las avenidas que conducen a la
casa, vi de repente una forma femenina, tan blanca como la piedra, iluminada por la luna.
Tan sólo la separaba de mí la verde muralla. Me pareció que mi bella mujer de mármol
tenía lástima de mí y me seguía viva; pero me sobrecogió una agonía sin nombre, mi
corazón amenazaba romperse y dejó de latir.
Sí; verdaderamente soy un dilettante que no sabe salir del segundo verso. Pero en
lugar de quedar clavado, huí tan de prisa como pude.
¡Vaya una aventura! Un judío, vendedor de fotografías, me ha puesto en las manos
el retrato de mi ideal. ¡La Venus del Espejo, del Tiziano! ¡Qué mujer! ¡He de escribir una
poesía! Tomo la hoja y escribo al dorso:
La Venus de las pieles.
«Tienes frío, ¡oh, tú, que haces nacer las llamas!
Envuélvete en tu pelliza de déspota, que a nadie conviene mejor que a ti, diosa cruel
de amor y de belleza.»
Pocos instantes después adopté unos versos de Goethe, que había leído hacía poco
en los paralipómenos sobre Fausto:
AL AMOR
Lleva flechas sus su corona es, como todos dos alas las son ocultas sin los dioses falsas; garras, astas; disputa, griegos un demonio disfrazado. Coloqué el retrato ante mí sobre la mesa, descansando en un libro y le contemplé. La fría coquetería con que la gran señora envuelve sus encantos en una oscura piel
de cebellina; el vigor y la dureza que reinan en su cara de mármol, me llenaban a la vez de encanto y horror.
Tomé la pluma y escribí:
«Amar, ser amado, ¡qué fortuna! ¡Y con qué resplandor brilla esta dicha comparada
con la cruel felicidad de adorar a una mujer que hace de nosotros un juguete, de ser el
esclavo de una hermosa!»
Me desayuné bajo la bóveda verde y me puse a leer el libro de Judit, envidiando el
furor de Holofernes el Gentil, la real mujer que le decapitó y hasta su hermosa muerte.
«Dios le castigó poniéndole en manos de una mujer.»
Me choca esta frase.
¡Cuan poco galantes los judíos! Su Dios pudo elegir mejor expresión para el bello
sexo.
«Dios le castigó poniéndole en manos de una mujer», me repetía entre tanto. ¿Qué
podría hacer yo para que me castigase?
¡A la buena de Dios! He aquí que viene nuestra vieja. Cada día que pasa la reduce
más. Arriba, entre el enredijo de los verdes tallos, otra vez flota el traje blanco. ¿Es Venus o
la viuda?
Esta vez debe ser la viuda, porque la señora Tartakuska hace una reverencia y me
busca en su nombre para que le preste libros. Corro a mi habitación y tomo un par de
volúmenes.
Ya es tarde cuando recuerdo que el retrato de Venus va entre uno de ellos. La dama
blanca se enterará de mis expansiones.
¿Qué será lo que diga?
La oigo reír.
¿De mí, acaso?
¡Plenilunio! El astro aparece ya sobre la cima de los abetos que bordean el parque;
un vapor argentado envuelve la terraza, los grupos de árboles, todo el paisaje, hasta
perderse de vista en la distancia como una onda palpitante.
No puedo resistir; todo esto me atrae y me llama tan extrañamente, que vuelvo a
vestirme y recorro el jardín.
Me dirijo hacia la pradera, la suya, de mi diosa, la bien amada.
La noche es fresca. Me estremezco. El aire está cargado de aroma de flores y
maderas. Embalsama.
¡Qué calma! ¡Qué música alrededor! Un ruiseñor se queja. Las estrellas palpitan
dulcemente con un brillo azul pálido. La pradera parece un espejo, la capa helada de un
estanque.
Augusta y radiante se levanta la imagen de Venus.
¿Pero qué es esto?
De las espaldas marmóreas de la diosa desciende hasta sus pies una gran capa
oscura de pieles. Quedo estupefacto al pie de ella; de nuevo se apodera de mí un temor

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