No hay placer que sea malo en sí mismo. Epicuro 341-270 a.c. Homo sum: humani nihil a me alienum puto

miércoles, 10 de octubre de 2012

La Venus de las Pieles (2)

La Venus de las Pieles (2)

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indescriptible a esta mujer, e intento emprender la fuga.
Apresuro el paso. Observo entonces que me he equivocado de avenida, y al volver
lateralmente por una senda, me encuentro cara a cara con Venus; la hermosa mujer de
piedra, ¡no!; la verdadera diosa de amor, cuya sangre es caliente, cuyo pulso late, erguida
ante mí en un banco de piedra. Sí, sin duda ya me ama, como aquella otra estatua que se
animó para su autor. Ya la primera sorpresa ha desaparecido. La blanca cabellera de la
diosa parece de piedra todavía; su blanco vestido brilla como la luna —a no ser un efecto
de la seda— y cae de sus espaldas la piel sombría. Pero sus labios son rojos, sus mejillas
están coloreadas, caen de sus ojos dos rayos verdes, diabólicos, sobre mí, y ríe.
Su risa es extraña; nadie, ¡ay!, podría describirla; me quita la respiración, huyo de
nuevo, a cada instante me veo obligado a detenerme para respirar, y su risa burlona me
persigue siempre a través de los sombríos senderos, en la pradera alumbrada, en la fronda
oscura, donde sólo penetran algunos rayos de luna. He perdido el camino, me extravío cada
vez más, y gruesas gotas de sudor forman perlas en mi frente.
Me paro, por último, y me entrego a un corto monólogo.
Siempre uno es consigo mismo o muy amable o muy grosero.
Soy un asno, me digo.
Esta palabra ejerce una gran influencia, posee casi una acción mágica que me hace
volver en mí.
En un guiñar de ojos me tranquilizo.
Vuelvo a repetirme alegre: ¡asno!
Entonces todo aparece para mí claro y distinto: aquí está la fuente, allí los
matorrales, más allá la casa, en que entro lentamente.
De nuevo, burlona todavía, bajo el verdor a través del cual brilla la luna, como sobre
el muro bordado de plata, la forma blanca, la hermosa mujer de piedra a quien adoro y
temo, ante la que huyo.
En dos zancadas me he puesto en la casa. Respiro y reflexiono:
¿Qué es lo que soy, en realidad, ahora? ¿Un pequeño dilettante o un gran asno?
La mañana es sofocante, el aire lleno de excitantes aromas. Me siento de nuevo bajo
mi dosel de madreselvas, y leo en la Odisea la historia de la encantadora que transformó a
su adorador en bestia. ¡Deliciosa imagen del amor antiguo!
Un dulce estremecimiento pasa en las ramas y en los ramos; las hojas de mi libro se
levantan y se escucha un frú-frú en la terraza.
Es un vestido de mujer.
He aquí a Venus sin las pieles; no, esta vez es la viuda, y sin embargo, Venus
también. ¡Oh, qué mujer!
¡Cuan bien le sienta su blanco y ligero peinador, cómo levanta sus ojos hacia mí,
qué poéticas y preciosas parecen ser sus nobles formas! No es alta ni baja; su cabeza es más
tentadora, más picante —en el gusto del tiempo de las marquesas francesas— que
estrictamente bella, pero de todos modos arrebatadora. ¡Qué dulzura, qué preciosa travesura
se lee en toda ella, hasta en su pequeña boca! Su piel es tan fina, que es fácil distinguir las
venas azules, incluso a través de la muselina que cubre sus brazos y su garganta. ¡Cómo cae
su cabellera roja en ricos bucles, ni rubios ni dorados, jugando los rizos sobre su nuca,
diabólicos, pero adorables! Sus ojos me lanzan verdes destellos; porque son verdes sus
ojos, de dulce potencia indescriptible, verdes como piedras preciosas, como los profundos
lagos de las montañas.
Ella nota la confusión que me hace tan descortés —sentado y cubierto como
permanezco— y sonríe maliciosamente.
Por fin me levanto y la saludo. Se aproxima y se echa a reír como un niño.
Yo balbuceo, como sólo puede balbucear un pequeño dilettante o un asno grande.
Así fue como nos conocimos.
La diosa me pregunta mi nombre y declina el suyo.
Se llama Wanda de Dunaiew.
Es verdaderamente mi Venus.
—Pero, señora, ¿cómo se os ocurrió aquello?
—Gracias a la estampa de vuestro libro.
—No me acordaba ya...
—Aquellas cosas extrañas del reverso...
—¿Extrañas, por qué?
Me miró.
—Siempre me ha gustado conocer lo extravagante, por capricho, y usted me parece
uno de los mayores extravagantes del mundo.
—En ese caso, señora mía...
Nuevamente se apoderó de mí la fatal idiótica tartamudez, y un rubor excusable en
un adolescente de dieciséis años, pero no en quien tiene diez años más.
—Esta noche tuvo usted miedo de mí.
—Es verdad, no lo niego. Pero ¿no quiere usted sentarse?
Se sentó, saboreando mi agonía, porque yo tenía más miedo ahora en pleno día. Su
labio superior bosquejaba una sonrisa provocativa y burlona.
—Usted ve el amor, y ante todo, la mujer —comenzó a decir— como algo hostil,
algo contra lo que uno se defiende inútilmente, pero cuyo poder se siente como un dulce
tormento, como una crueldad penetrante.
—¿No es usted de la misma opinión?
—No —respondió viva y categóricamente, sacudiendo la cabeza de manera que sus
bucles se agitaron como llamas—. El goce sin dolor, la serena sensualidad griega es el ideal
que procuro realizar en mi vida, y no creo en el amor que predican al espíritu el
Cristianismo, los modernos, las almas caballerescas. Sí, miradme una vez más; soy más que
un hereje, soy una pagana. «¿Crees tú que la diosa del amor haya resplandecido nunca
como cuando quiso resplandecer para su Anquises en el bosque sagrado del monte Ida?»
Estos versos de la elegía romana de Goethe me chocaron siempre mucho. En la naturaleza
sólo se encuentra el amor de los tiempos heroicos, «cuando los dioses y las diosas se
amaban». Entonces «el apetito seguía a la mirada, el goce al apetito». Todo lo demás es
amanerado, afectado, falseado. En el Cristianismo, la cruz, el emblema de la cruz, para mí
espantable, tiene algo de extraño, de enemigo de la naturaleza y sus inocentes impulsiones.
La lucha del alma contra el mundo sensual es el evangelio del mundo moderno. No quiero
saber de ello.
—Sí, señora; su puesto de usted está en el Olimpio —repliqué—. Pero nosotros, los
modernos, no podemos soportar la antigua pureza, por lo menos, en amor. La idea de
poseer conjuntamente con otros a una mujer, así sea una Aspasia, nos indigna. Somos
celosos como nuestro Dios. Así es como el nombre de la admirable Friné se ha convertido
para nosotros en una injuria. Nosotros buscamos una pobre y pálida jovencita, a lo Holbein,
que sólo sea para nosotros, y no una Venus antigua, por muy hermosa que pueda ser, que
hoy ame a Anquises, mañana a Paris, al siguiente a Adonis; y si la naturaleza triunfa en
nosotros, si nos entregamos en un acceso de pasión a semejante mujer, su alegría de vivir
nos parece satanismo, crueldad, y vemos en nuestra delicia un pecado que debemos expiar.
—Así es como sueñan ustedes la mujer moderna, mujercitas histéricas que en su
camino de sonámbulas hacia un hombre ideal soñado no llegan a estimar al hombre mejor,
y que, en medio de sus lágrimas y sus luchas, faltan diariamente a sus deberes cristianos,
hoy engañadas y engañadoras mañana, siempre buscadas y eligiendo y siempre fracasadas
en la elección de su amor. Esas mujeres ni son nunca dichosas ni dan la felicidad, acusando
a la fatalidad siempre, en tanto que yo, para estar tranquila, quiero amar y vivir como
Helena y Aspasia vivieron. La naturaleza no ha hecho durables las relaciones del hombre y
la mujer.
—Señora mía...
—Déjeme concluir. Sólo es el egoísmo del hombre, que quiere enterrar a la mujer
como un tesoro. Toda tentativa para asegurar el amor, mediante ceremonias santas,
juramentos y pactos durables en el cambio constante de la existencia humana, constituye un
desastre. ¿Me negará usted que nuestro mundo cristiano ha entrado en la putrefacción?
—Pero...
—Usted querrá decir que el individuo que se levante contra la organización social
será expulsado, marcado con un hierro candente, lapidado. Muy bien. Yo me burlo de ello,
mis máximas son paganas, quiero seguir mi vida. Renuncio a vuestro hipócrita respeto, y
marcho adelante para ser feliz. Los inventores del matrimonio cristiano tuvieron razón
desde este punto de vista, lo mismo que cuando inventaron la inmortalidad. Sin embargo,
no por ello pienso vivir eternamente, y cuando, con mi último suspiro, todo haya acabado
acá abajo para Wanda Dunaiew, ¿qué ventaja sacaré de que mi espíritu cante en un coro de
ángeles o de que mis cenizas tomen una nueva existencia? De uno u otro modo, yo no
renaceré tal como soy, de modo que he de renunciar a aquella consideración. ¿Pertenecer a
un hombre a quien no amo, sólo por la razón de que le amé alguna vez? No, no renunciaré;
amo a quien me place y le hago dichoso. ¿Acaso es repugnante esto? No; por lo menos es
mucho más hermoso que si me regocijara del tormento cruel que provocan mis encantos, y
me desviara, virtuosa, del desgraciado que se consume por mí. Soy joven, rica y bella, y
vivo sólo para el goce y el placer.
En tanto que ella hablaba, bollándola los ojos maliciosamente, yo había cogido sus
manos sin saber qué hacer de ellas, y como un verdadero dilettante, pronto acabé,
dejándolas libres.
—Me encanta vuestra lealtad —dije— y sólo...
De nuevo maldito dilettantismo ahogaba mis palabras.
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Qué quiero? Sí, quería..., disculpadme, señora, si os he interrumpido.
—¿Cómo eso?
Hubo una larga pausa, durante la cual ella discurrió un monólogo que, traducido a
mi idioma, se resumía en esta palabra: «¡asno!»
—Si me permite usted, señora —continué al fin—, ¿cómo ha llegado usted a esas
ideas?
—Muy sencillamente. Mi padre era un hombre muy sensato. Desde la cuna me he
visto rodeada de esculturas antiguas. A los diez años leía yo Gil Blas; a los doce, La
Pucelle. Como otros, durante su infancia, hablan del Pulgarcito, de Barba Azul, de la
Cenicienta, yo nombraba a Venus y Apolo, Hércules y Laocoonte, como amigos míos. Mi
marido era una naturaleza pura y animada; la incurable enfermedad que pesó sobre él poco
después de nuestro matrimonio, jamás pudo velar su frente una sola vez de una manera
duradera. La víspera de su muerte me tomó aún en su lecho, y durante los muchos meses en
que se extinguió sobre un sillón de ruedas, me decía a menudo, bromeando: «¿Tienes ya un
adorador?» Yo enrojecía de vergüenza. «No me engañes», añadió una vez. «Eso es
repugnante; pero busca un buen mozo, o mejor, muchos. Eres una buena mujer; pero, como
una niña, necesitas juguetes.» No será necesario decirle a usted que, rnientras él vivió, no
hubo adorador; pero así hizo de mí lo que soy: una griega.
—Una diosa —interrumpí.
Sonrió.
—¿Cuál, por ventura? —Venus.
Me amenazó con el dedo y frunció las cejas.
—La Venus de las pieles. Aguardad, tengo una pelliza enorme con la que puedo
taparos enteramente y en la que os cogeré como en una red.
—¿Cree usted —repliqué con viveza, al ocurrírseme lo que tomé por un buen
pensamiento, siendo, en realidad, trivial y absurdo—; cree usted que sus ideas puedan
realizarse en nuestra época y que Venus se atreva impunemente a pasear su belleza y su
pureza sin velos en ferrocarriles y telégrafos?
—No; velada, ciertamente, no; pero entre pieles —exclamó riendo—. ¿Quiere usted
ver las mías?
—¿Y luego?
—¿Cómo luego?
—Hombres hermosos, puros y felices, como lo fueron los griegos, no son posibles
hoy sino teniendo esclavos que hagan para ellos la poco poética tarea de la vida diaria y
que, ante todo, trabajen para ellos.
—Sin duda alguna —replicó con malicia—; pero ante todo, una diosa olímpica
como yo necesita un ejército de esclavos. ¡Cuidado!
—¿De qué?
Yo mismo me asusté del atrevimiento con que lo dije; pero no ella, que entreabrió
un poco los labios, dejando ver la blanca dentadura, y dijo con un tono ligero, como una
cosa sin importancia:
—¿Queréis ser mi esclavo?
—En amor —repliqué yo con solemne sinceridad— no hay yuxtaposición, y si se
me deja optar entre mandar o ser mandado, me parece muy irritante ser el esclavo de una
bella mujer. ¿Dónde encontraría yo la mujer que, sin ejercer su influencia mediante
mezquinas querellas, dominase absoluta, pero tranquilamente, guardando conciencia de sí
misma?
—Sin embargo, no sería difícil.
—Usted cree...
—Yo... por ejemplo —dijo riendo y echándose hacia atrás—, tengo disposiciones de
déspota... también poseo la pelliza indispensable... Pero, ¿de veras? ¿Tuvisteis
sinceramente esta noche miedo de mí?
—Sinceramente.
—¿Y ahora?
—Ahora, sinceramente, sigo teniéndole.
Día por día, estamos juntos Venus y yo; completamente juntos: desayunamos en "mi
bosquecillo y tomamos el té en su gabinete, dándome ocasión de desplegar mis pequeños,
pequeñísimos talentos. ¿Con qué objeto me instruí yo en todos los ramos de los
conocimientos humanos, me ensayé en todas las artes, no poseyendo una encantadora
mujercita?
Pero ésta no tiene nada de pequeña y me impone de una manera prodigiosa. Hoy he
dibujado su retrato y he comprendido seria y claramente cuan poco está hecho nuestro
peinado moderno para su cabeza de camafeo. Tiene poco de romano, pero mucho de griego
en las facciones.
Tan pronto me complazco en pintarla de Psiquis, tan pronto de Astarté, dando
siempre a sus ojos una expresión exaltada o semilánguida de voluptuosidad extinguida;
pero ella quiere de todas veras un retrato.
Ahora quiero ponerla unas pieles.
¡Ay! ¿Para qué, sino para ella, puede hacerse una pelliza real?
Estaba ayer tarde con ella leyéndole las elegías romanas. Pronto abandoné el libro y
me puse a hacer algunas reflexiones. Parecían agradarla; hasta parecía estar pendiente de
mis labios, y su seno palpitaba.
¿Me habré equivocado?
La lluvia hería melancólica los vidrios, y en el hogar el fuego recordaba el invierno,
trayéndome a la memoria hasta tal punto mi patria que, olvidando por un momento todo
respeto, besé la mano de la hermosa, sin que ella hiciera oposición.
Entonces me senté a sus pies y me puse a leerle un poemita que había escrito para
ella:
LA VENUS DE LAS PIELES
Posa
el
pie
sobre
tu
esclavo,
mitológica
mujer,
diabólicamente
encantadora;
tiende tu
cuerpo
de
mármol
entre los mirtos y agaves.
Esta vez estoy seguro de que pasé de la primera estrofa; pero por la noche me pidió
el manuscrito y me he quedado sin copia, de suerte que sólo me acuerdo del principio.
Tengo una curiosa sensación. Me parece que no estoy enamorado de Wanda. Por lo
menos en nuestra primera entrevista no experimenté ninguna pasión al ver sus ojos
abrasadores. Pero también experimento que su belleza extraordinaria, verdaderamente
divina, me tiende magníficas emboscadas. No es esto una atracción del corazón, que nazca
en mí; es sujeción física, lenta, pero, por lo mismo, completa.
Yo sufro cada día más y ella no hace otra cosa que reír.
Hoy me ha dicho de repente, sin ningún motivo: —Me interesa usted. La mayoría
de los hombres son vulgares, sin entusiasmo, sin poesía; usted, en cambio, posee cierta
profundidad y exaltación, y, sobre todo, una gravedad que me sienta bien. Quizá le tome a
usted afección.
Pasada una nube de verano, vamos a visitar juntos la pradera y la estatua de Venus.
La tierra exhala vapores a nuestro alrededor, las nubes suben en el cielo como el humo de
un sacrificio, flotan en el aire los restos del arco iris, los árboles gotean aún; pero los
pájaros saltan de rama en rama gorjeando como regocijados de algún gran acontecimiento,
y todo está lleno de aroma de frescor. No podemos avanzar por la pradera, porque está llena
de humedad, aunque parece resplandeciente de sol como un estanque, sobre cuyo espejo se
levanta la diosa de amor. Alrededor de su cabeza danza un enjambre de moscardones que,
entre los rayos del sol, parecen formarla una aureola.
Wanda se regocija de ello, y como los bancos del paseo están todavía húmedos, se
apoya en mi brazo para descansar. Una dulce laxitud se extiende por todo su ser, sus ojos
están entornados, su aliento roza mi mejilla.
La tomo de la mano, y sin saber si le agrada, le pregunto:
—¿Podría usted amarme?
—¿Por qué no? —replica descansando un momento sobre mí su mirada tranquila.
Un instante después me arrodillo ante ella y oprimo mi rostro arrebatado sobre la
muselina perfumada de su traje.
—Pero, Severino, esto es inconveniente.
Con todo, me apodero de su menudo pie y pego en él mis labios.
—¡Cada vez peor! —exclama desprendiéndose y huyendo precipitadamente a casa,
mientras su deliciosa zapatilla queda entre mis manos. ¿Será un presagio?
En todo el día me he atrevido a acercarme a ella; al oscurecer, sentado en mi
bosquecillo, vi de improviso su graciosa cabeza roja a través de las trepadoras de su balcón.
—¿Cómo no viene usted? —me decía impaciente.
Subí la escalinata. Al llegar arriba perdí nuevamente valor y llamé con timidez. Ella
no dijo nada, pero abrió y apareció en el umbral.
—¿Y mi zapatilla?
—Está... tengo... quiero —balbuceé.
—Vaya usted a buscarla; después tomaremos el té y charlaremos.
Cuando volví, estaba preparado el té. Puse la zapatilla solemnemente sobre la mesa
y me quedé en un rincón, como un niño que aguarda el castigo.
Noté que su frente estaba algo arrugada y que su boca tenía una expresión entre
severa e imperiosa que me encantaba.
Una vez más se echó a reír.
—De modo... ¿que está usted verdaderamente enamorado... de mí?
—Sí, y sufro lo que usted no puede sospechar.
—¿Sufre usted? —y volvió a reírse.
Yo estaba sublevado, confuso, aniquilado, pero inútilmente.
—¿Qué es eso? —prosiguió—. Yo soy buena con usted, toda corazón —me dio la
mano y me examinó amistosamente.
—¿Quiere usted ser mi mujer?
Wanda me miró, ¡con qué ojos! Me pareció asombrada y un poco burlona.
—¿De dónde saca usted tanta audacia?
—¿Audacia?
—Sí, audacia sin igual, audacia de tomar mujer, y particularmente a mí —luego
levantó en el aire la zapatilla—. ¿Tan pronto se ha familiarizado usted con esto? Pero,
bromas a un lado, ¿verdaderamente quiere usted casarse conmigo?
—Sí.
—Entonces, Severino, es una historia sincera. Creo serle querida a usted, como
usted lo es para mí, y, lo que es mejor aún, nos interesamos el uno al otro. No hay ahora
ningún peligro de que nos hastiemos; pero ya sabe usted que yo soy una mujer frívola que,
por lo mismo, toma el matrimonio muy en serio, y que si asume deberes, quiere también
poderlos cumplir. Pero temo que sea usted desgraciado.
—Yo le ruego que sea usted leal para mí.
—Le he hablado a usted lealmente. No creo poder amar a un hombre más de... —
inclinó la cabeza con aire descorazonado, y reflexionó.
—Un año.
—¿En que está usted pensando?... Un mes quizá.
—¿Ni a mí?
—¿A usted? Quizá dos meses...
—¿Dos meses?
—Dos meses, muy largos.
—Señora, es una frase digna de la antigüedad.
—Ya ve usted cómo no puede soportar la verdad.
Wanda cruzó la habitación, volvió a apoyarse en la chimenea y me miró, recostando
su brazo sobre el mármol.
—¿Qué quiere usted que haga?
—Lo que usted quiera —respondí con resignación—; lo que le dé gusto,
—¡Qué inconsecuente! — exclamó—. Primero me pide usted por mujer y luego se
ofrece usted a mí como un juguete.
—Wanda, os quiero.
—Volvemos al punto de partida. Usted me ama y me quiere por mujer; pero yo no
quiero contraer ningún nuevo matrimonio, porque dudo que mis sentimientos y los vuestros
puedan ser duraderos,
—¡Pero yo quiero correr el riesgo con usted!
—Entonces se trata de saber si yo misma quiero correr ese riesgo con usted —dijo
con la mayor tranquilidad—. Yo puedo imaginarme pertenecer por toda la vida a un
hombre, pero ha de ser un nombre completo, que se me imponga, que me subyugue por la
fuerza de su carácter, ¿comprende usted?; y este hombre —bien lo tengo sabido— apenas
se enamore de veras, se hará débil, blando, ridículo; se pondrá en manos de la mujer, de
rodillas ante ella, cuando yo no puedo amar de una manera duradera a un hombre que se
ponga de rodillas. A pesar de todo, me es usted tan grato, que haré el ensayo con usted.
Yo caí a sus pies.
—¡Dios mío! Ya está usted de rodillas, principia usted bien —y añadió cuando me
hube levantado—: Le doy a usted un año para conquistarme, o para convencerme de que
podemos entendernos y vivir juntos. Si lo consigue usted, seré su mujer; una mujer,
Severino, que cumplirá sus deberes estricta y concienzudamente. Durante este año
viviremos como casados.
La sangre se me subió a la cabeza. Las mejillas de ella se abrasaron también.
—Viviremos juntos —añadió—. Participaremos de nuestras costumbres para ver si
nos convienen. Yo le concedo a usted todos los derechos de un esposo, de un adorador, de
un amigo. ¿Está usted satisfecho?
—Debo de estarlo.
—No debe usted nada.
—Pero lo quiero.
—Muy bien. Así es como hablan los hombres. Tome usted mi mano.
Hace diez días que no paso una hora sin ella, salvo las noches. Arde en mí siempre
el deseo de contemplar sus ojos, de tener sus manos entre las mías, de oír sus palabras, de
 

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